En
diferentes instancias, y cada vez con más fuerza, se ha venido instalando en el
país una interesante discusión respecto al futuro energético de Chile, y que se
ha enfocado principalmente en el tipo de tecnología que debiese utilizarse para
la generación de electricidad durante los próximos 20 a 30 años.
Es
común, por tanto, encontrar en estas discusiones a defensores y detractores de
la energía nuclear, de las energías renovables no convencionales, de las
hidroeléctricas a gran escala, o de aquellas tecnologías térmicas que utilizan
fuentes fósiles como el carbón y el diésel -por citar solo algunas-, teniendo
presente que todas ellas apuntan a un mismo fin: obtener energía eléctrica de
forma segura, a precios razonables y con el menor impacto ambiental posible.
Así,
los espacios de intercambio de ideas tales como foros universitarios,
seminarios, editoriales de periódicos y columnas de opinión se han llenado de
cálculos, cifras, estadísticas, datos y una variada cantidad de argumentos a
favor o en contra de las tecnologías señaladas. Con ello, cada actor valida sus
puntos de vista y plantea sus legítimas diferencias con otras posturas. Y hasta
ahí, todo bien.
Sin
embargo, esta sana y necesaria tradición republicana de debatir respetuosamente
sobre el futuro del país, sobre todo en materia energética, cambia radicalmente
su amable cariz cuando se ha dado paso a la soberbia respecto de la opinión
propia y al menosprecio de la opinión contraria.
He
podido presenciar cómo en diferentes debates sobre energía y futuro, afloran
los adjetivos y (des)calificaciones a personas que proponen una u otra opción
tecnológica para la generación de electricidad a gran escala, sin considerar
que la discusión bajo un marco de respeto es esencial para la toma de
decisiones. Y lo anterior se torna aun peor si se le suma cierta arrogancia en
las opiniones que emitimos, motivada malamente por nuestros grados académicos o
por los calificativos de “especialista”
o “experto” en energía.
Para
ejemplificar, basta referirse a cómo durante este último tiempo se ha producido
una verdadera caza de brujas para quienes fomentan la gran hidroelectricidad,
la energía nuclear de potencia o las tecnologías basadas en fuentes fósiles. Y
para quienes se inclinan por el uso de fuentes de energías renovables no
convencionales el panorama tampoco ha sido muy amable: se han convertido en el
blanco de calificativos que muchas veces ridiculizan su principal y valioso argumento,
como es la preocupación por el medioambiente.
Un
claro ejemplo de esto lo he visto en el
marco del festival Lollapalooza en el pasado mes de abril, donde Colbún, una de
las empresas que participa del proyecto Hidroaysen, se comprometió con el financiamiento
necesario para compensar toda la huella de carbono que generaría el espectáculo.
Sin embargo, grupos ambientalistas que también participaban de este encuentro
musical, y radicalmente opositores al proyecto hidroeléctrico, señalaron que
retirarían su presencia en dicho festival como protesta a la presencia de
Colbún. En otras palabras, “o ellos o
nosotros, pero no juntos”. Finalmente, Colbún optó por retirarse, y el
festival no fue un espectáculo carbono neutral.
Está
claro que la discusión con ese tipo de dinámica confrontacional e intransigente
no nos ayudará a superar nuestras dificultades energéticas. Lo relevante
debería ser el concepto de bien superior que debe primar, lo que implica definir
las tecnologías con sus bondades e inconvenientes, tanto desde el punto de
vista técnico como económico, pero no por ello calificarlas de “buenas”
o “malas” per sé, ni mucho menos referirnos a la energía “de los buenos” o “de los malos”. Dejarse llevar por ese ánimo antagónico es nocivo
para un país que requiere tomar decisiones hoy para no estar complicado mañana. Por ende, lo que
se necesita es una discusión de política energética, donde el aspecto
tecnológico pasa a ser una importante variable, pero no el centro del debate.
No
hay certeza aún de quién o qué entidad podría conducir este proceso de recoger
ideas y opiniones para generar una visión común y concebir un plan conducente a
su logro, aunque todo indica que ese rol debería tomarlo el Ministerio de
Energía, lo que representa un desafío no menor para esa cartera ya que debe
moderar el tono y la dinámica que ha tomado el debate, considerando que en los
asuntos de importancia lo que importa es la forma.