lunes, 16 de septiembre de 2013

La energía “de los buenos” y la energía “de los malos”


En diferentes instancias, y cada vez con más fuerza, se ha venido instalando en el país una interesante discusión respecto al futuro energético de Chile, y que se ha enfocado principalmente en el tipo de tecnología que debiese utilizarse para la generación de electricidad durante los próximos 20 a 30 años.
Es común, por tanto, encontrar en estas discusiones a defensores y detractores de la energía nuclear, de las energías renovables no convencionales, de las hidroeléctricas a gran escala, o de aquellas tecnologías térmicas que utilizan fuentes fósiles como el carbón y el diésel -por citar solo algunas-, teniendo presente que todas ellas apuntan a un mismo fin: obtener energía eléctrica de forma segura, a precios razonables y con el menor impacto ambiental posible.

Así, los espacios de intercambio de ideas tales como foros universitarios, seminarios, editoriales de periódicos y columnas de opinión se han llenado de cálculos, cifras, estadísticas, datos y una variada cantidad de argumentos a favor o en contra de las tecnologías señaladas. Con ello, cada actor valida sus puntos de vista y plantea sus legítimas diferencias con otras posturas. Y hasta ahí, todo bien.
Sin embargo, esta sana y necesaria tradición republicana de debatir respetuosamente sobre el futuro del país, sobre todo en materia energética, cambia radicalmente su amable cariz cuando se ha dado paso a la soberbia respecto de la opinión propia y al menosprecio de la opinión contraria.

He podido presenciar cómo en diferentes debates sobre energía y futuro, afloran los adjetivos y (des)calificaciones a personas que proponen una u otra opción tecnológica para la generación de electricidad a gran escala, sin considerar que la discusión bajo un marco de respeto es esencial para la toma de decisiones. Y lo anterior se torna aun peor si se le suma cierta arrogancia en las opiniones que emitimos, motivada malamente por nuestros grados académicos o por los calificativos de “especialista” o “experto” en energía. 

Para ejemplificar, basta referirse a cómo durante este último tiempo se ha producido una verdadera caza de brujas para quienes fomentan la gran hidroelectricidad, la energía nuclear de potencia o las tecnologías basadas en fuentes fósiles. Y para quienes se inclinan por el uso de fuentes de energías renovables no convencionales el panorama tampoco ha sido muy amable: se han convertido en el blanco de calificativos que muchas veces ridiculizan su principal y valioso argumento, como es la preocupación por el medioambiente.

Un claro ejemplo de esto lo he visto en  el marco del festival Lollapalooza en el pasado mes de abril, donde Colbún, una de las empresas que participa del proyecto Hidroaysen, se comprometió con el financiamiento necesario para compensar toda la huella de carbono que generaría el espectáculo. Sin embargo, grupos ambientalistas que también participaban de este encuentro musical, y radicalmente opositores al proyecto hidroeléctrico, señalaron que retirarían su presencia en dicho festival como protesta a la presencia de Colbún. En otras palabras, “o ellos o nosotros, pero no juntos”. Finalmente, Colbún optó por retirarse, y el festival no fue un espectáculo carbono neutral.

Está claro que la discusión con ese tipo de dinámica confrontacional e intransigente no nos ayudará a superar nuestras dificultades energéticas. Lo relevante debería ser el concepto de bien superior que debe primar, lo que implica definir las tecnologías con sus bondades e inconvenientes, tanto desde el punto de vista técnico como económico, pero no por ello calificarlas de  “buenas” o “malas” per sé, ni mucho menos referirnos a la energía “de los buenos” o “de los malos”. Dejarse llevar por ese ánimo antagónico es nocivo para un país que requiere tomar decisiones hoy para  no estar complicado mañana. Por ende, lo que se necesita es una discusión de política energética, donde el aspecto tecnológico pasa a ser una importante variable, pero no el centro del debate.

No hay certeza aún de quién o qué entidad podría conducir este proceso de recoger ideas y opiniones para generar una visión común y concebir un plan conducente a su logro, aunque todo indica que ese rol debería tomarlo el Ministerio de Energía, lo que representa un desafío no menor para esa cartera ya que debe moderar el tono y la dinámica que ha tomado el debate, considerando que en los asuntos de importancia lo que importa es la forma.

martes, 13 de agosto de 2013

¿Qué hacemos con la leña?


El tema es grave y preocupante.

Las imágenes que hemos visto los últimos días por televisión de lo que ocurre en Osorno y Temuco,  donde estas ciudades aparecen cubiertas con una espesa capa de material particulado, son simplemente dantescas. Y cuesta explicarse cómo los habitantes de esos lugares, particularmente niños y adultos mayores, pueden realizar sus actividades cotidianas expuestos a esos niveles de contaminación.

Los daños que produce la inhalación permanente de material particulado a la salud de las personas pueden ser incalculabes y, en algunos casos, llegar a producir enfermedades respiratorias y cardiovasculares como cáncer al pulmón, e incluso la muerte. Además, esta problemática incrementa de forma sustantiva los costos que debe asumir el sistema público de salud, debido al aumento significativo de consultas por enfermedades respiratorias, lo que pone mayor presión al presupuesto nacional destinado a la atención primaria de la población.

A modo de ejemplo, según mediciones realizadas recientemente en ambas ciudades por el Centro de Sustentabilidad de la Universidad Andrés Bello, la emisión de material particulado fino (PM 2.5) está excedido en 3,2 veces por Osorno y en 2,8 veces por Temuco, en relación con el nivel máximo permitido por la normativa nacional vigente. Y si se consideran las directrices de la Organización Mundial de la Salud para las emisiones de este material, los límites se sobrepasan en más de 6 veces.


Ahora bien, la principal fuente de ese material particulado es la combustión de biomasa, particularmente leña, que se utiliza de manera permanente durante el año como fuente de energía para la cocción de alimentos, y cuyo consumo aumenta de manera dramática en invierno, debido a las necesidades de calefacción de sus habitantes, produciendo los efectos devastadores ya conocidos.

Y la situación es crónica, pues año tras año la población enfrenta el mismo escenario.


Al respecto, muchos de nosotros, que no vivimos en esas ciudades, tendemos a pensar que este preocupante escenario cambiaría si, en el corto plazo, las personas reemplazaran los artefactos que funcionan a leña por otras tecnologías domiciliarias menos contaminantes para la preparación de alimentos o para calefacción, como cocinas a gas natural o estufas eléctricas. Y también creemos que medidas como prohibir el uso de leña en esos lugares mejoraría esta realidad, ya que las personas se verían obligadas a cambiar de tecnología. Todo esto suena bien, pero lejano de la realidad, desconocida para los habitantes de Santiago, por ejemplo.

Tratar de reemplazar totalmente el uso de la leña en ciudades como Osorno, Temuco y otras del sur de Chile es una tarea casi tan difícil, como prohibir que los uruguayos consuman mate. Y ello se debe principalmente a un fuerte arraigo cultural en el uso de este energético, que ha derivado en que las actividades de compra y venta de leña respondan a todas las características propias de un mercado: existe el producto (leña) de diversa calidad, hay compradores y vendedores (formales e informales) de distinta envergadura, y existe un pronunciado comportamiento estacional en los meses de otoño e invierno. Para muchas familias, incluso, una importante (y a veces única) fuente de ingresos proviene de la venta de leña, por lo que prohibir su comercialización produciría impactos incalculables en algunas economías domésticas, más aun si se considera que es un energético al que gran parte de la población accede por su bajo precio y fácil utilización.

A lo anterior hay que agregar el costo de reemplazo de artefactos, ya que cambiar una cocina a leña o una estufa de combustión lenta por otros artefactos implica una inversión no menor, sobre todo para las personas con menos ingresos.

Frente a este complejo panorama, parece ineludible la intervención decidida del Estado en la tarea de sacar a estas ciudades de su grave situación ambiental por el uso indiscriminado de leña, mucha de ella de dudosa calidad y con cantidades importantes de humedad.

Es urgente que se tomen medidas permanentes respecto a esta situación, mediante programas o iniciativas concretas que cuenten  con financiamiento público. Tal vez sea mucho menor el costo social de subsidiar en forma directa el reemplazo de cocinas y estufas en las casas (que favorecen a varios al mismo tiempo), en vez de pagar el aumento explosivo de atenciones de enfermedades respiratorias en el sistema público de salud (que tiene que realizarse persona a persona).



La precariedad energética domiciliaria, entendida como el uso de energéticos y tecnologías poco eficientes y altamente contaminantes, debe ser motivo de preocupación para el país si queremos avanzar hacia un desarrollo conjunto. Sin ir más lejos, desde el punto de vista energético, en Chile, a nivel domiciliario, el año 2011 se consumió 4 veces más energía en biomasa y leña que su equivalente en electricidad, y que corresponde a 2 veces la energía eléctrica consumida por la minería del cobre a escala nacional. Sin embargo, parece que esos datos no han estado presentes en los análisis de los tomadores de decisión.



(columna publicada en Revista Energía, www.revistaenergia.cl)