El tema es grave y preocupante.
Las imágenes que hemos visto los últimos días por televisión de lo que ocurre en Osorno y Temuco, donde estas ciudades aparecen cubiertas con una espesa capa de material particulado, son simplemente dantescas. Y cuesta explicarse cómo los habitantes de esos lugares, particularmente niños y adultos mayores, pueden realizar sus actividades cotidianas expuestos a esos niveles de contaminación.
A modo de ejemplo, según mediciones realizadas recientemente en ambas ciudades por el Centro de Sustentabilidad de la Universidad Andrés Bello, la emisión de material particulado fino (PM 2.5) está excedido en 3,2 veces por Osorno y en 2,8 veces por Temuco, en relación con el nivel máximo permitido por la normativa nacional vigente. Y si se consideran las directrices de la Organización Mundial de la Salud para las emisiones de este material, los límites se sobrepasan en más de 6 veces.
Ahora bien, la principal fuente de ese material particulado es la combustión de biomasa, particularmente leña, que se utiliza de manera permanente durante el año como fuente de energía para la cocción de alimentos, y cuyo consumo aumenta de manera dramática en invierno, debido a las necesidades de calefacción de sus habitantes, produciendo los efectos devastadores ya conocidos.
Y la situación es crónica, pues año tras año la población enfrenta el mismo escenario.
Tratar de reemplazar totalmente el uso de la leña en ciudades como Osorno, Temuco y otras del sur de Chile es una tarea casi tan difícil, como prohibir que los uruguayos consuman mate. Y ello se debe principalmente a un fuerte arraigo cultural en el uso de este energético, que ha derivado en que las actividades de compra y venta de leña respondan a todas las características propias de un mercado: existe el producto (leña) de diversa calidad, hay compradores y vendedores (formales e informales) de distinta envergadura, y existe un pronunciado comportamiento estacional en los meses de otoño e invierno. Para muchas familias, incluso, una importante (y a veces única) fuente de ingresos proviene de la venta de leña, por lo que prohibir su comercialización produciría impactos incalculables en algunas economías domésticas, más aun si se considera que es un energético al que gran parte de la población accede por su bajo precio y fácil utilización.
A lo anterior hay que agregar el costo de reemplazo de artefactos, ya que cambiar una cocina a leña o una estufa de combustión lenta por otros artefactos implica una inversión no menor, sobre todo para las personas con menos ingresos.
Frente a este complejo panorama, parece ineludible la intervención decidida del Estado en la tarea de sacar a estas ciudades de su grave situación ambiental por el uso indiscriminado de leña, mucha de ella de dudosa calidad y con cantidades importantes de humedad.
Es urgente que se tomen medidas permanentes respecto a esta situación, mediante programas o iniciativas concretas que cuenten con financiamiento público. Tal vez sea mucho menor el costo social de subsidiar en forma directa el reemplazo de cocinas y estufas en las casas (que favorecen a varios al mismo tiempo), en vez de pagar el aumento explosivo de atenciones de enfermedades respiratorias en el sistema público de salud (que tiene que realizarse persona a persona).
La precariedad energética domiciliaria, entendida como el uso de energéticos y tecnologías poco eficientes y altamente contaminantes, debe ser motivo de preocupación para el país si queremos avanzar hacia un desarrollo conjunto. Sin ir más lejos, desde el punto de vista energético, en Chile, a nivel domiciliario, el año 2011 se consumió 4 veces más energía en biomasa y leña que su equivalente en electricidad, y que corresponde a 2 veces la energía eléctrica consumida por la minería del cobre a escala nacional. Sin embargo, parece que esos datos no han estado presentes en los análisis de los tomadores de decisión.
(columna publicada en Revista Energía, www.revistaenergia.cl)
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